Rosario, se iba el mediodía, primeras horas de la tarde de viernes y el frío calaba los huesos. Resignados ya al faltazo con anticipación de don Oso, de gira provincial educativa, y al sorpresivo "no puedo ir", entre mocos y estornudos, del siempre controvertido Don Belce, aguardábamos junto a Paul Grill la llegada del genio
Decur.
En tanto, nos preguntábamos, como casi siempre sucede con el porteño (pero con corazón de barrio) Don Felipe, a que hora pensaría dar aviso para concurrir al lugar señalado con antelación. Nos enteraríamos mucho después que intentó comunicarse, pero entre la señal paupérrima de su servicio de celular y mi poco afecto a tener el teléfono cerca, hicieron que dicho entendimiento nunca se llevase a cabo. La vida es eso, un intento casi continuo de querer entenderse y no lograrlo.
Pero llegó Decur, contento como perro con dos colas, no solo por la inminente aparición de su primer libro a través de "Ediciones De la Flor" (grande Guille!!) sino porque en la edición de este mes de "Un Mundo Mejor" (revista mensual) había salido una nueva página suya, y nada menos que el entrañable Chicho, uno de sus personajes más tiernos. Vale la pena destacar aquí que dicha revista sería posteriormente garroneada en forma directa y sin sutilezas, por el amigo Felipe, dedicatoria de por medio.
Como en el famoso juego, mirábamos a todas partes y nos preguntábamos ¿dónde está Felipe? En tanto algunos clamaban por su cabeza, otros fueron más prácticos: "vayamos a esperarlo al bar". El bar no era cualquiera, sino uno emblemático, atractivo para locales y foráneos: El Cairo.
Allí nos instalamos, casi de casualidad, dado que no había lugar ni para un alfiler. Aunque fue casi emotivo ver como nosotros entrábamos y el
Chango Spasiuk quedaba parado en la puerta, esperando que se desocupara una mesa. A punto estuvimos de invitarlo a la nuestra, pero suspendimos todo gesto de bondad: ¡Felipe se comunicó al celular! Promesa de diez minutos, viaje en taxi y arribo inmediato. Aceptamos y escondimos entonces los garabatos en su contra que habíamos hecho en las servilletas.
Por supuesto, Felipe no es de los que entran por la puerta principal directamente. No, si así lo creen, es que no lo conocen. Primero se acercó a nosotros a través de la ventana, observándonos un buen rato, hasta que alguno se percató de su presencia. Recién entonces, complacido de nuestra advertencia visual, se dignó a irrumpir con su presencia en el recinto de Santa Fe y Sarmiento, que inmortalizara el Negro Fontanarrosa, su cliente más famoso, en tantos relatos.
Abrazos, comentarios graciosos, intercambio de obsequios varios (ahora que lo pienso, Paul no regaló nada) y el momento crucial ante el crugir de estómagos, que parecía un coro de sapos, aunque la imagen sea muy chocante. Elegir el menú. Fue un 85 para Decur, un 86 para mi, un 89 para Paul y un 135 para Felipe. Grill además pidió un 536 para tomar. Si alguna vez van al Cairo, miren la carta y descifren que comimos. Había que pedir por códigos, me sentí en el futuro.
El mozo fue muy gentil, hasta nos sacó una foto. Salimos bien, los seis (si, los seis). Felipe quería sacarse una con el Chango, como buen cholulo, pero veniéndosela venir, el músico (que estaba en la mesa de al lado) bebió rápido su cafecito mientras nos atragantábamos con los sánguches deluxes que pedimos, y salió raudo hacia la calle.
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Neto, Felipe y Decur, brindando
en nombre de los que no están |
Hablamos largo y tendido, como estas ocasiones así lo requieren, disfrutando las palabras, las anécdotas, lo que cada uno tenía para contar. Es una forma de atrapar el tiempo, de hacerlo nuestro, de decirle a las distancias (geográficas, espaciales y temporales) que no existen, que no creemos en ellas. Y es por eso, que a cuenta gotas (las veces que nos vemos) esta amistad es cada vez más grande y necesaria.
Sin embargo, algo le faltaba al encuentro. Es difícil explicar, pero venía siendo muy normal. Nos reíamos, la pasábamos bárbaro, le sacábamos el cuero a los ausentes como debe ser, pero faltaba la cuota. Si, esa misma, la que están pensando. La que nos deleitó en Empalme con el queso chorreando sobre su camisa y el sifonazo que remató la escena; la misma que nos hizo temer por represalias en un bar capitalino, al romper el asiento en el que estábamos sentados. Faltaba la "gran Felipe".
Y llegó cuando menos lo esperábamos, en la sobremesa. En realidad sospechamos que el cambio de mozo (salió mozo piola, ingresó moza calificada con un diez por todos nosotros) fue el causal de lo sucedido o al menos, cómplice del destino. No está Decur aquí cerca ahora mismo, pero me lo imagino diciéndome "destacá lo de la sed, destacalo". Si, porque el más necesitado de líquido era el propio Felipe. Lo necesitaba en forma desesperada, por sus desgarradores gestos en el momento de recalcarle a la bella moza "traéme un vasito de agua por favor" varias veces, mientras la misma se retiraba con el pedido que incluía tres cortados y una gaseosa (era un agua soda, pero no nos entendimos con Felipe, pasa en las mejores parejas de truco).
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Neto: ¿Ahí?
Felipe: Si, ahí. Si te seguís riendo,
terminás ahí. |
Volvió a los pocos minutos, atareada, llevando pedidos a varias mesas. Terminó en la nuestra y repartió la gaseosa y los pocillos con el cortadito, y al lado de cada uno, dejó el vasito de agua. Pacientemente, quién escribe, aguardó que destapara la gaseosa, cosa que nunca ocurrió, por lo que tuve que pedirle, cuando se iba, que recordara ese pequeño detalle, porque de lo contrario iba a tener que usar la técnica del filo de la mesa y por ser El Cairo, no quedaba muy prolijo. Peeeeeero, esa no es lo gracioso, ni se acerca. Lo gracioso llegó justo aquí. En el momento exacto en el que la moza destapa la gaseosa y Felipe, distraído por esa presencia, apurado por acotar algo a la poca bolilla que me había dado la chica olvidando el destape (el de la botella), comete el mayor de los delirios: vaciar el contenido del sobre de azúcar NO en el pocillito de café, sino en el VASO de agua que tanto necesitaba y gritar luego, a viva voz, ya con el sobrecito plano y el agua turbia: "¡Mirá dónde lo puse!".
Hubo lágrimas, estómagos que se doblaban en dos y reproches por no tener (yo) la cámara fotográfica preparada y a mano. Pero no se asusten, hubo final feliz. A Felipe le trajeron otro vaso de agua (mucho más grande, para que no lo confundiera otra vez) y terminamos el encuentro en paz, con las almas empachadas de buenos momentos.
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¿Pero... no éramos cuatro? |
Una pena que no hayamos sido seis, como nos habíamos propuesto, pero los cuatro que estuvimos la pasamos de maravilla. Y la promesa, claro, de repetirlo en cualquier momento, cuando el destino se empeñe otra vez en acercarnos.
Queda en el tintero otra historia, misteriosa, de una ventana hacia la nada, registrada fotográficamente, pero eso será en otro capítulo de... bueno, aquí, en Olvidados, uno de estos días.
Gracias por leer esta crónica, que a pedido de Felipe escribí, porque más que lectores, ustedes son amigos y contarles esto, es como haberlos tenido en la misma mesa. Aunque sería lindo tenerlos allí alguna vez, de cuerpo y alma, brindando por la amistad.