Y entonces le dije a Felipe, después que empujara con el codo un frasco de tinta china importada de Malasia sobre las casi doce páginas terminadas del capítulo cuatro del Errate y los Callejones, bien clarito, con mucha rabia porque otra vez postergábamos la serie, que por favor "basta de cagadas".
En lugar de sentirse mal o al contrario, enojarse con tremendo improperio, su rostro se iluminó. Lo único que me falta, pensé, se le safó el último tornillo que le quedaba sano. Y salió raudo por el ventiluz (que utiliza para situaciones en la que debe abandonar su celda... digo, sala de dibujo, de forma misteriosa) para volver dos horas después con una carpeta repleta de telarañas y una calcomanía política de los años noventa con un eslogan poco afortunado.
Su sonrisa casi sádica le recorría el rostro de manera preocupante y casi sin poder hablar de la emoción me señalaba unos originales que sacaba de la carpeta.
- ¡Mirá, mirá de lo que me acordé!
Y entonces también cambió mi semblante. Estaba delante de una joya "olvidada" de Felipe, de hace nada menos veintiún años atrás. Si, leyeron bien.
- Dejame que cuente, dejame que cuente... - comenzó a insistir y tuve que frenar un poco tanto entusiasmo.
- Hagamos esto - le propuse - Domingo que viene, la tapa. El otro, lo presentás, decí lo que te parezca, quedás solo con el micrófono delante de la audiencia. Y en el otro, arrancamos. ¿Que te parece?
No me respondió. Se puso a saltar dentro de la habitación, rebotando de un lado a otro. Aunque si me preguntan, juraría que ya había dejado de ser Felipe...
Hacé click en la imagen para verlo volverse loco